En los últimos días de un alargado verano los rayos de sol de la mañana brillan más que nunca sobre el papel plata del río Ebro, amansa el agua la fresca mañana, mientras abuelos se cruzan con chavales que van al colegio, los pájaros de orilla a orilla abrazan un sol que se muestra poderoso.
Las aves se desperezan, mueven sus alas y delatan su posición, como ramas se esconden en el agua, paralizan sus movimientos, es hora de desayunar.
El sol ya todo lo ilumina, el sol todo lo domina, la ciudad se torna naranja, se iluminan formas, con su sonrisa infinita todo lo mueve, la ciudad cobra vida y el río otro color.
Rompe el agua los remos, bofetadas de fuerza para desplazarse de espaldas, trazando líneas rectas sobre el río que con presura borra, gritos y esfuerzo en una tarde de calor, reman y reman para llegar al mismo sitio de donde salieron.
Pescadores se lanzan a sus aguas, ausentes de miedo, lanzan sus cañas y esperan, con paciencia infinita, sin prisa, sin esperanza, sumergidos en el silencio y mirando con ojos achinados al agua, esperando que los que están debajo salgan a ver, el tiempo pasa y el pescador sigue.
El atardecer llega y el sol se repliega sobre los árboles y la ciudad, el agua tranquila y gris se relaja del día, el ocaso sucesivo de la ciudad marca un nuevo tiempo y crea un espacio repetido. El horizonte se acuesta y el cielo se apaga poco a poco.
Al final del día un montón de luces sustituyen al sol, las luces como series iluminan al cielo y al agua a partes iguales, y el Ebro devuelve su reflejo un poco más oscuro pero igual de brillante, creando dos mundos donde nunca se sabe cual es el real. Un día acaba y por un día me pareció ver un río gris, mañana, el río, volverá a ser marrón.
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