Todas las veladas familiares suelen acabar de la misma forma, llegan los cafés, sale el postre, la gente reposa la comida y bosteza, conversaciones que se cruzan de un lado a otro, gente que recoge platos y otros que no nos levantamos ni a tiros, y mientras el abuelo comienza a dormirse manteniendo la pose lo mejor que puede, como si nadie lo estuviera viendo. Los licores aparecen en la mesa y es el momento de la autorización para que comiencen los juegos en familia, es la hora de la brisca o en la actualidad de la maquinita, son los nuevos tiempos, tiempos de ganar nuevas cosas y tiempos de perder otras igual de importantes.
Las maquinitas poseen ese encanto mágico que atrae a los infantes, más que las sirenas a los náufragos, es encenderla y desaparecer del mundo, integrarse entre Pokemon diferentes, bailar entre sus granjas de cautiverio y pelear, y pelear para ganar, competir y competir para conseguir mayor. Hasta aquí perfecto, lo malo es la individualidad de estos juegos, el poco valor colectivo que aportan en una velada, las maquinitas les atraen tanto, que consiguen hacerlos desaparecer de la mesa, mientras están encendidas, nada parece ocurrir a su alrededor y apenas responden a los estímulos de su entorno, ni los ronquidos de su abuelo parecen alterarle, ni una copa que se rompe, y ni un chiste que se cuenta parecen llamar más la atención que lo que sale de la maquinita.
Mucho mejor eran antes las sobremesas con partidas de brisca en las que nos mezclábamos niños con abuelas y padres con madres, todos jugando con aquellas cartas de Fournier gastadas y desgastadas a partes iguales, hablar, reír e intentar hacer trampas volviendo las cartas para que las viera tu compañero era todo uno. Y así funciona la mano izquierda paterna en los momentos acutales para llevar al hijo a abandonar otro día la maquinita y jugar una partida de ajedrez con esos tableros de imán que todavía rotan por casa de nuestros padres y en las que las fichas perdidas se reemplazan por las del tres en raya, pelea menos cibernética y más cerebral, ciertamente, aunque demasiado seria para una sobremesa. Unax, mi sobrino que es un tipo listo, se ha vuelto gran jugador de tute, y además al tute pierde en medio o más conocido por tute cabrón, pintar al triunfo y cantar las cuarenta o lo que se pusiera en medio hicieron muy diferente el rato que pasamos juntos, la algarabía volvió a la mesa y por un momento me pareció estar en otro tiempo y en otro lugar, jugando una partida de brisca con mi abuela.
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