Lo que hubiera dado yo de pequeño por tener en mis manos una cámara de fotos, los recuerdos que habría sellado entre desenfoques y claroscuros, la de sueños que habría retratado en negativos que pasaba a positivos. Ahora, mis sobrinos se alzan cámara en ristre y sin mucha conciencia disparan sus cámaras propias o prestadas a los padres en las reuniones familiares y fiestas de guardar. Recuerdo las fotos de este tipo que veía en mi niñez, cargadas de gente mayor que parecía más mayor, ahora, yo soy el protagonista de muchas de ellas, yo soy esa gente mayor que parece todavía más mayor, y cada vez que me lanzan una foto, una voz por dentro me dice: —sonríe, por favor—.
A través de sus ojitos y pulso endeble, disparan por su cámara como si se tratase de un fusil repetidor, con ansiedad, tapando sensores de distancia u objetivos con los dedos, disparan y disparan, sin la paciencia de esperar un segundo para que la foto no se mueva, disparan y disparan, reteniendo momentos con ojos de niño.
Con la magia de las nuevas tecnologías visionan sus fotografías al momento, capturan impresiones y las comparten con entusiasmo, les gustan más las caras movidas que las definidas, en un niño no hay nada estático, no hay nada que no esté en movimiento. Sus pruebas hay quedan, fijas a una tarjeta, que si no borran o guardan, les dejará un recuerdo mágico cuando sean más mayores.
Hasta los abuelos se apuntan, abuelos que por primera vez tiran una foto, recuerdo vivo de ver a aquellos fotógrafos antiguos que de niño veía llegar al pueblo, cargados de un trípode y caja negra con flexo al hombro, para hacer fotos a familias y parejas de novios. Ahora, pasado el tiempo mira por primera vez a través de un objetivo que no es objetivo, la pantalla trasera le muestra lo que sucede delante, el reto es intentar no decapitar a nadie, la maravilla, como avanza el tiempo.
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