viernes, 4 de noviembre de 2011

Las vaques y el camino al mar



Parece mentira el sol que nos inunda, es imposible no dejar que nuestros pies marquen el camino, pasear por las venas de la costa llegando hasta donde los ojos todo lo miran, donde el mar te arropa y donde todo tiene un color y olor diferente.


Las vaques se convierten en espectadoras de lujo de seres extraños que caminan por sus senderos, ellas testigos permanentes de oficio se asombran de nosotros, nos llaman raros, no nos entienden, nadie mejor que ellas para poder opinar, nadie mejor que ellas para descansar al sol de otoño.


Pastan y pastan, sobre su ensalada verde sus cencerros delatan sus pasos, desayunan con tranquilidad, sin prisa ninguna, me hipnotiza su paz, pero sigo mi camino, y siento sus mugidos que me acompañan.


A la izquierda del camino los restos de un incendio reciente en las alturas de la playa de Torimbia, han dejado una huella siniestra, un sombrero negro que por suerte paró pronto, que por desgracia dejó sus restos sobre un verde precioso.


Las primeras alturas nos permiten ver un paisaje envidiable, la costa marca con sus rocas las calas que protege, que rodea con cariño, en calma, con la tranquilidad del día, con una envidia tremenda.


A nuestras espaldas, mansiones y las montañas recortando el cielo, a nadie le gusta dejar nada atrás, pero hay veces que uno detendría sus pasos y lo menos importante sería avanzar.


El mar tranquiliza nuestro espíritu y las rocas con sus ventanas en primera línea alojan a gaviotas que sobre vuelan sobre nuestros sueños, acompañando a la brisa que nos arropa con su salino aliento, con su añorado abrazo.


Los tres nos detenemos, estropeamos por un segundo el paisaje, pero el recuerdo bien merece la pena, mis dos mujeres junto a mi corazón y mi corazón junto al mar.


Caminamos también por el mar de Llanes, sobre el rumor de un pueblo que se despereza de una noche larga, mientras el mar no perdona, acuna a los dormilones y despierta a los madrugadores.


De allí a Pría, a caminar por la orilla de sus acantilados, desafiando al vértigo lleno de miedo a lo oculto y disfrutando de una paz en los límites del mundo, me siento tan pequeño, tan poca cosa que me agrada y me ayuda a ser un poquito mejor.


En la playa de Toró nos sentamos al final del camino, a la orilla del mar, junto a nosotros un hombre junto a su café mira el mar hipnotizado, como lo estamos nosotros, me veo en él y él se ve en el mar, después del día, me doy cuenta que frente a las vaques, y los caminos que nos llevan al mar, no somos más que espectadores de lujo permanentes, santo oficio.

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