Cae el sol de pleno en un otoño atípico en Asturias, de vuelta de Pría, aparcamos en Nueva de Llanes al sonido de cohetes y barullo de gente y panderetas. Hace calor, un buen calor, sudan las frentes y más los cuerpos ataviados con los trajes llaniscos para el lucimiento de la fiesta. La gente mira y le sobra luz.
A los hombros su santa, santa Teresa, cubierta a los pies de flores rosas y rojas, y conducida por asturianos de pro y devotos de la zona. De la misa matinal a la procesión con cruces de plata y ciriales, siempre arropada por gentes vestidas de aldeanos y porruanos, disfraz hoy, ropa de día ayer. El tambor marca el paso en un silencio pactado con destino conocido.
No hay señal que pare la procesión, nada está prohibido en un día de fiesta, es hora de festejar ante la atenta mirada del que no conociendo, con el carnaval compara.
El bar está listo, fundamental, banderitas de colores, regionales y nacionales y las primeras sidras en la barra, reducto de hombres que huyen del sol y las fanfarrias populares.
Las casas señoriales se encuentran adornadas con banderas nacionales, uno por momentos, no puede evitar pensar que se encuentra en otro tiempo, en otro pasado de miedos y de aquí mando yo. Por suerte, sólo es por un momento.
La gente se agolpa al pie de la capillita de Santa Teresa, trajes típicos conviven con los trajes del domingo, fuera la devoción de atrio, conversación de vecinos que vuelven y vecinos que no se han ido, preguntas por familias, con respuestas de cortesía y prudentes.
La fiesta no ha hecho más que comenzar, de lucir los trajes y bailar las músicas tradicionales del recuerdo a comidas en casa con mesas largas y muchos platos, sidra y vino para apagar un día de sol.
Lo mismo que hacemos nosotros al amparo de una sidrería en la que apagamos la sed y un poco menos el hambre, patatas bravas y al cabrales tuneadas con patatas fritas no es un buen aperitivo, pero el tercio de Mahou fresquito que nos bebimos, todo lo olvida.
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