Nunca fueron santo de mi devoción estas fiestas importadas a medias y tuneadas a lo spanish party como la de Hallowen, y menos si viene a reemplazar otra más castiza y autóctona como la de "Todos los santos", elogio de la muerte con flores y buñuelos al son de nuestro teatro más clásico. Ciertamente diré que no soy muy amante de las fiestas con desconocidos, sacan de mi, mi parte menos sociable, menos vecinal, por eso siempre nos hemos encerrado en casa, apagado todas las luces y en silencio, soportado el sonido del timbre y el aporreamiento de las puertas.
Este año con June en casa, tocaba intentar hacer algo diferente, ella no tiene culpa de las manías de uno, así que unos días antes, pertreché el hogar con caramelos raros y de chillones colores, caramelos que Ana dispuso en una bandeja a la espera del asalto invasor. No se había apagado casi el sol cuando hordas infantes y no tan infantes asolaban las calles con sus guadañas, ropas negras, vendas y máscaras en busca del dulce tesoro. Sonaba el timbre y tras la puerta unos pequeños monstruos balbuceaban "¿truco o trato?", sin darse cuenta que Ana ya había abierto la puerta con la bandeja en una mano y June en la otra. "¡Trucoooo, trucooo!" gritaba yo desde el fondo bien parapetado por el sofá. Desde la calle al ver una puerta abierta comenzaban a llegar montones de monstruos que ramplaban con los caramelos de la bandeja a una velocidad monstruosa, "Tratoooo, tratooo!" gritaba yo desde el fondo, asustado ante la marabunta demoniaca que se hallaba en la puerta de mi hogar.
Los más pequeños monstruos con sus patitas pequeñas llegaban casi siempre tarde y en la bandeja, apenas quedaban ya caramelos, sus máscaras diabólicas se tornaban tristes y si sus guadañas no hubieran sido de plástico, tal vez hasta las hubieran usado. Acabaron con los últimos restos dulces y nos abandonaron, solos ante el peligro y sin el antídoto dulce contra los niños del demonio.
Miramos fuera y todavía venían algunos más, así que cerramos la puerta precipitadamente, intentando no ser vistos, apagamos todas las luces, y no emitimos ningún sonido, nos quedamos igual que otros tantos años, en la soledad del salón oyendo el timbre repicar y la puerta recibiendo mamporros infantiles de seres terroríficos de película, pero al menos, lo intentamos.
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