Al día siguiente la fiesta continúa, todas con sus trajes de llaniscas, bordados y telas en conjunción de collares y zarcillos de colores que bailan al compás de las panderetas y el tambor, acompañando al ritmo de cantes antiguos, de cantes cadenciosos, casi tanto como el domingo de diciembre que se celebraba.
Santa Eulalia ocupaba el lugar de honor que la noche anterior compartían orquestas con cantantes de todo en uno y otros artes festivos. Coros celestiales, flores y devotos vecinos en una misa popular con el bar al fondo.
Los hombres, como casi siempre, en el bar, sorteando a las personas para pedir las rondas familiares, seis manos resultan pocas para llevar tantas rondas de botellas y vasos. De acompañamiento en la barra aceitunas gordales, patatas picantes y aceitunas tamaño estándar, algún plato vuela entero en busca de grupos de gente que no quieren competir sobre la barra del bar.
Los cánticos y bailes prosiguen en el centro, con niños que acompañan y adornan la mañana festiva con su luz, su color y sus mejillas sonrosadas de vergüenza infantil.
Tras los bailes regionales se procedió al sorteo de los panes del ramo, que por supuesto catamos, esperando la bendición santa, tras ingerir tan ricos panes.
Los corrillos empiezan a crecer junto al bar, que el resto de los días actúa de parada de bus y ahora se convierte en improvisada parada de cervezas y alcohol, desde luego no hay mejor parada posible.
El vecino, desde arriba, no se perdía nada, desde aquí un saludo, paisano.
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