Mi abuela Angelita siempre tuvo problemas de corazón, su achuchada vida y cierta hipocondría, le llevaban a tener un corazón grande, pero débil. Mi abuela escuchaba la radio con devoción, en los principios de los setenta, en su transistor viejo de antena rota, sentada en su mesa camilla mientras se arropaba con múltiples capas de ropa que remataba con una toquilla celeste encima de sus hombros, esta fuente de información le permitía saber quienes eran los mejores médicos que había en la ciudad y otras tantas cosas que remataba con la genial Elena Francis. Entre otras cosas se enteró que el Dr. Samitier era el mejor en corazón y pulmón en Zaragoza, un doctor que además era de Sangüesa, y por lo tanto le era conocido y sonado, ya que era de muy cerca de Leache, en aquellos años era ya un reputado médico de su especialidad, era el Dr. Javier Samitier Azparren con mayúsculas y acentuando todas las vocales.
En aquellos años el Dr. Samitier ya tenía más de ochenta años, había nacido en 1913, se había licenciado en medicina en la Universidad de Zaragona en 1940, doctorándose en Madrid 4 años más tarde. Ingresó en la Sanidad militar, como hacían tantos médicos entonces y como especialista de pulmón pasó a ser jefe clínico del sanatorio antituberculoso de Quintana del Puente en Palencia. En 1950 ya llegó a Zaragoza para dirigir el servicio de aparatos circulatorios y respiratorios del Hospital Militar de Zaragoza, donde se jubiló en 1975 con el grado de coronel médico, además de pasar consulta privada en un piso de la calle Teniente Catalán, si mal no recuerdo. Participó en numerosas sociedades científicas como la Real Academia Española de Medicina, de la que era correspondiente, y de la Real Academia de Medicina de Zaragoza, de la que era numerario.
La abuela asistía a su consulta cada cierto tiempo y el Dr. Samitier examinaba su corazón y pulmones, le manifestaba lo débil que los tenía, con gran crudeza pero extraordinaria exactitud. Fruto de ello, y también por algún soplido raro que manaba de mi pecho y del de mi hermano, mi madre nos llevó a la consulta del Dr. Samitier, sólo el plantearlo, en un niño de 6 a 8 años producía cierto pánico y terror. Recuerdo que mi madre me lavaba concienzudamente, restregando con aquellas esponjas duras en sitios insospechados, para luego vestirme inmaculadamente, como si fuera un domingo. Me guiaba de su mano con paso firme a la consulta que nos caía cercana, en cierta forma me arrastraba, ya que había pánico en mis pequeños, lentos y pesados pasos. Tras dejar un ascensor de esos que se protegían de celosías de hierro y puertas interminables, y cuyo ascenso era tan lento que te preguntabas cómo no habíamos subido andando si hubiéramos hecho mucho antes, llegábamos a un pasillo poco iluminado en el que se nos ofrecían dos puertas, mi madre me arrastraba de nuevo a la de la izquierda, y pulsaba un timbre de profundo sonido agudo. Al poco se oían con gran nitidez unos pasos firmes que llegaban hasta la puerta y que marcaban los tacones sobre el entarimado de madera, "clack, clack, clack", lo que había detrás de la puerta debía ser algo muy peligroso intuía. La puerta se abría y aparecía una enfermera mayor, nada dulce, y de marcado rancio abolengo, mi madre le recitaba mi nombre y le informaba que teníamos hora, la enfermera, sin aparentemente hacerle caso, repasaba un libro con las citas manuscritas, hasta que asentía diciendo, –esperen aquí– y nos abría una sala que estaba tras un cristal rugoso, de los que no dejan ver mas que sombras, mientras yo no le había perdido la vista constatando que era un ser muy peligroso.
La sala era pequeña e incómoda, de sillas viejas, una de cada padre y otras de cada madre, difícilmente encontrabas dos iguales, tras el saludo de cortesía con los que ya estaban esperando, el silencio era sepulcral, había más silencio que cuando el profesor se irritaba en el colegio, era un silencio inquietante, que sólo se rompía por algún carrasqueo o cambio de posición de piernas. En el centro había una mesa baja, y sobre ella revistas viejas y gastadas, portadas con bodas reales y sobadas fotos, y entre estas revistas destacaba algún Pulgarcito o tebeo antiguo, con un gesto miraba a mi madre por si me permitía poder ver alguno, su gesto era afirmativo, con mucho cuidado me levantaba y me hacía con el tebeo, al volver a mi silla, sólo el ruido de su incomodidad delataba mi acción. Mientras miraba los dibujos observaba con el ojo izquierdo las siluetas que pasaban por detrás del cristal de la puerta y me imaginaba que nada bueno podría pasar detrás de ella. Acabados todos los tebeos infantiles en una larga espera de la que iban llamando a los que estaban antes que nosotros, no sin alguna queja por la demora, y éstos eran reemplazados por otros que llegaban después y que ocupaban similares poses, haciendo que casi ni se notara la ausencia de nadie. Miraba de vez en cuando los cuadros de las paredes, todos llenos de títulos, de premios, en todos ponían al Doctor Javier Samitier Azparren por su distinguida bla, bla, bla, se le concede el premio Pratosi o el Verdes Montenegro por su labor en el bla, bla, bla, todos ellos decorados con profusas guirnaldas y escritos los nombres con caligrafías diferentes pero cuidadas.
En un momento dado y cuando menos te lo esperabas, la rancia enfermera abría la puerta con violencia y mencionaba mi nombre y apellidos, yo me quedaba pegado a la silla, un miedo enorme hacía que me aferrase a ella con un cariño no merecido, mi madre que se había levantado como un resorte, dándose cuenta de mi pavor, tiraba de mi como de la bolsa de la compra. Nos condujeron a una habitación que estaba justo enfrente, al abrir la puerta un montón de aparatejos en una sala oscura nos esperaban, cualquier cosa parecía que podía surgir de entre las sombras, –que se desnude de la parte superior, y esperen– exclamó la enfermera, en un tono más de orden, que de petición, rápidamente mi madre tiró de mi jersey hacia arriba, un jersey de esos que no sé si tenían el cuello muy estrecho o los niños de entonces poseíamos una cabeza muy grande, pero siempre se acababa atascando en la frente, provocando un segundo tirón que te despeinaba la raya por completo y te dejaba una marca roja en la frente como si hubieras llevado una boina.
Allí estaba yo, con mis huesitos y mi carne blanca, en una sala del mismísimo doctor muerte, esperando que llegara mi hora, al poco entró un hombre muy mayor, escondido tras una bata blanca y movimientos rápidos, –pase hay detrás– dijo con un gesto, que acompañado del movimiento del brazo y de la mano parecía cobrar sentido para mi madre, que por suerte de acompañar a mi abuela, ya se lo conocía. Me colocó frontal a él, y un foco que me iluminaba frontalmente me impedía ver su cara, movió un rectángulo hasta situarlo frontalmente a mi pecho, no sin recibir quejumbrosos sonidos de hierro al desplazarlo, –¡estése quieto!– ordenó la voz mayor que surgía de la bata blanca, apagó la luz, y los segundos se hicieron eternos, hasta que una ráfaga acompañada de su correspondiente sonido hizo presencia, no habían acabado todavía sus ecos cuando espetó: –bájese de allí y colóquese en la camilla–, bajé tan precipitadamente y entre la oscuridad, que casi voy a parar contra la pared, tras la confusión busqué la camilla en la penumbra, que por suerte tras encender la luz, se hizo presente en una de las esquinas.
Mi madre me ayudó a tumbarme sobre la camilla y allí me quedé, percatándome de que el Dr. había vuelto a desaparecer, me quedé mirando al techo, que es lo único que uno puede hacer cuando está en una camilla y no sabe lo que le van a hacer, me fijé en las barrocas cenefas de escayola que adornaban las esquinas del techo y en otros cuadros que jalonaban las paredes, en composiciones asimétricas y con poco gusto. Al rato llegó el Dr. Samitier y embadurnando con una gasa alcohol me la frotó por el pecho y las muñecas, en un contacto frío que hacía que se te erizase medio cuerpo, ni me atrevía a mirarle la cara, me producía profundo miedo y respeto. Tras repasar con alcohol bien estas zonas, me colocó una serie de ventosas sobre el pecho, que me infundían todavía más temor, tras succionar cinco o seis mi pecho, paso a colocarme unas gomas agujereadas, que eran como grilletes, sobre las muñecas y tobillos, bien pretas, sobre las que metía unos cables que acababan en pinchos, creo que temía que me fugase con la confusión. Así me dejaba sobre la camilla, como si fuera un conejillo de Indias, el Dr. se sentaba lateralmente al fondo de la camilla, dándome la espalda y sobre una máquina que empezaba a hacer unos ruidos como si fuera un coche.
Comenzó a salir un papel milimetrado y unas agujas encima de él, escribían líneas con movimientos espasmódicos, –¡no se mueva!– ordenó la bata blanca una vez más, mientras miraba a mi madre haciéndola responsable de mi conducta. Allí permanecíamos en silencio los dos, mientras la máquina continuaba con su ruido monótono y el papel comenzaba a caer por los laterales, alguna mirada de complicidad se cruzaba con mi madre, que entornaba las cejas en señal de obedece. Así nos pasábamos un rato largo hasta que la bata blanca volvía a entrar y marcando algo con un bolígrafo, paraba la máquina, me quitaba con rapidez las ventosas, sin preocuparse mucho del impacto emocional y aflojaba, por fin, mis grilletes de muñecas y tobillos que por poco tiempo me habían hecho sentir como el Conde de Montecristo, arrancaba la hoja de papel milimetrado y ya casi desde el pasillo se le oía decir –ya se puede vestir–, parecía que había acabado la tortura, pero no recordaba que tenía que volver a ponerme el jersey, de nuevo se atascó en la frente, pero las ganas que tenía por salir de aquella consulta, aceleraron su paso hasta la posición natural del cuello, ya vestidos y mi madre atusando mi pelo con un poco de saliva con la que había humedecido alguno de sus dedos, perfeccionaba mi raya de nuevo.
Al rato, ya perfectamente inmaculado, como si no me hubieran hecho nada, entró la enfermera y en su tono, de poco cariño, nos indicó que podíamos pasar a consulta, –¿y hasta ahora dónde hemos estado?–pensé para mi, avanzamos un poco más por el pasillo cuya tarima se camuflaba gracias a una larga y fina alfombra, que la acompañaban algunos cuadros de idéntico gusto, mi madre se guiaba perfectamente por aquel sitio y noté por un giro de su muñeca que el despacho del Dr. Samitier era el de la izquierda, entramos con respeto ya que la bata blanca estaba ahora detrás de un escritorio muy clásico, mientras ojeaba con devoción aquellas hojas de papel milimetrado que habían salido del electrocardiograma de mi corazón, había un velado suspense sobre qué podrían decir aquellas líneas, aquellos rasgos que sólo aquel anciano parecía saber interpretar, –¡siéntense!– ordenó de nuevo, en ese tono que le caracterizaba de su pasado castrense y de haber pasado por sus manos y oídos miles de soldados a los que escuchaba sus pulmones y corazón con encendido encanto. Aquellos minutos eran largos, y me daba tiempo para recorrer su escritorio, plagado de cosas antiguas, de plumillas y tinteros en acabados de plata, sobre la mesa, bases de cuero y una pluma negra de considerables dimensiones. En las paredes más cuadros llenos de títulos y merecimientos, al fondo una pequeña librería y un armario vitrina, con una llave enorme, en cuyas baldas se intuían útiles médicos y cajas de medicamentos, todo en general, aportaba un olor a la habitación aséptico, sólo roto por el olor de su bata almidonada. De repente empezó a doblar los papelotes que colocó en una carpeta que ilustró con mi nombre y apellidos, tras tenerlo todo bien colocado comenzó a hablar.
Estábamos dos, pero sólo le hablaba a mi madre, eso sí, con la mirada baja, sin mostrar su cara, –mire usted…– comenzó, –tiene un pequeño soplo sobre el corazón, nada importante si se cuida, que no haga deporte y vengan a verme cada cierto tiempo–, esperaba que mi madre se hubiera enterado de lo que tenía, ya que a mi lo del soplo sólo me provocó una carcajada muda, de esas que aprendías a tener en clase para que la bronca se la llevara tu compañero, yo me veía por fin con un justificante para saltarme las clases de educación física y no correr dando vueltas por aquel patio de arenilla de Salesianos, prefería estar en la biblioteca leyendo aquellos libros grandes que contaban historias sobre los hombres que buscaban el Dorado o la formación de los ejércitos en la batalla de la Navas de Tolosa. Salimos casi sin darme cuenta de la consulta, después de abonar religiosamente a la enfermera unos cuantos billetes, el Doctor no se veía en esos trueques, sin casi ser consciente ya estaba en la calle, libre, agarrado al brazo de mi madre, que incomprensiblemente se había quedado casi muda. Luego me di cuenta que tuvo que consensuar la información con el corrillo de vecinas, para saber con exactitud que podía ser aquello del soplo, cada cual tenía su versión, y ninguna la razón, sólo las siguientes visitas fueron disipando la verdad sobre aquella enfermedad, o pequeño problema con el que convivo sin ser consciente.
Cuentan del Dr. Samitier que era un hombre de gran exactitud y certeza, una vez un hombre tras examinarle con los mismos aparatos que me tocó a mi, y una vez acabada la placa y el electro, le preguntó que qué tal estaba e insistió varias veces que le dijera la verdad, le miró y le dijo –¡no sé ni si llegará a casa!–, contestó con su característica voz de orden, tal vez si no se lo hubiera preguntado y no hubiera insistido tanto, no habría sido tan duro, pero cuentan que lo fue, el hombre pagó y salió de aquella consulta mucho más asustado que como yo entré, tomó un taxi, ya que le temblaban las canillas y camino a casa le contó al taxista lo sucedido, el taxista le tranquilizó por solidaridad, más que por razones, cuando llegó a casa se bajó del taxi y sin llegar al portal se desvaneció cayendo muerto sobre la acera ante la atónita mirada del taxista, que cuentan fue el que expandió la leyenda, poco a poco entre todos sus pasajeros.
El Dr. Samitier después de pasar consulta durante todo el año en Zaragoza, asistía en los meses de verano al balneario navarro de Fitero, volvía a su tierra en un no parar de trabajar, a seguir oscultando pulmones y realizando fotorradiografías a más pacientes que buscaban en esos baños alivio a dolencias físicas y emocionales. Fue un hombre que nunca paró de trabajar, cuentan también que ya mayor casó con su ama de llaves en una mezcla de cariño por cercanía, e interés por ser cuidado cuando fuera mayor, ciertamente poco tiempo tuvo para encontrar amor un hombre que no hacía más que examinar los corazones de los demás. Escribió varios libros, algunos sobre radiografías de la juventud en la edad militar y otros de tema histórico sobre Fitero y el General Palafox.
Ahora que recuerdo en la distancia aquella consulta médica, uno se da cuenta cómo han cambiado los tiempos, cómo las clases se han igualado, y guardo un recuerdo místico con aquel hombre, del que no recuerdo su cara, ni he podido encontrar ninguna imagen que me la rememore, un médico de oído clínico que captaba los soplos que otros ni siquiera intuían, y que un día de pequeño hizo entrar en mi conocimiento un soplo de vida en un recuerdo imborrable.
Muy bueno David.....
ResponderEliminarGracias Antonio, y más por venir de quien viene.
ResponderEliminarUn abrazo.
Estimado David. El Dr. Samitier no se casó con su ama de llaves, quizá tuvo un idilio con ella, sino con su amor de juventud... después de 30 años. Lo sé bien, ya que era mi madre.
ResponderEliminarAgradezco mucho tu artículo. Un abrazo.
Que gran historia...
ResponderEliminar😘
Yo también conocí al Dr. Samitier de adolescente, fue un gran amigo de mi padre y de nuestra familia. Magnífico mi recuerdo y agradecimiento hacia él. También hice medicina y hoy ando jubilado.
ResponderEliminarGracias, Juan. Yo soy su hija. También estudié Medicina y tambíén estoy jubilada. Me gustaría hablar contigo. Un abrazo. Mi correo: avinopilar@gmail.com
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